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Tirano Banderas
Ramón del Valle-Inclán
Valle-Inclán fue considerado en sus días como un esteticista, un escritor al que le preocupaba, sobre todas las cosas, el estilo y el sentido aristocrático, un poco mórbido y decadente, de la belleza. No parecía coincidir mucho con sus compañeros de generación. Baroja, que en sus Memorias nos ofrece un banquete de habladurías literarias, lo detestaba. No fue el único. Valle-Inclán no era sólo agresivo por sus malhirientes ironías, que han dado lugar a todo un anecdotario en parte mítico, sino que lo era también por su actitud ante la vida y el arte. Altivo, irritable, soberbiamente pobre y desamparado, y lo más importante, despectivo en apariencia, de todo aquello que no fuera capaz de excitar los sentidos y el apetito estéticos. La generación del 98, como se sabe, nace íntimamente ligada al modernismo. Algunos de sus más grandes representantes son inicialmente modernistas: los hermanos Machado, Juan Ramón Jiménez y, desde luego, Valle-Inclán. El fin de siglo en París, en las grandes capitales de Hispanoamérica, y en España, trajo una marejada de poesía mórbida en la que se mezclaban multitud de elementos: el culto a la belleza femenina junto a la fascinación de la muerte y la enfermedad; la yuxtaposición del sentido pagano y cristiano de la vida; el gusto por la cosas exquisitas, vetustas y ajadas, el sentimiento del hastío ?haber probado todos los placeres, aun los sacrílegos, y estas profunda, mortalmente aburrido de ellos. La melancolía de estar de vuelta de todas las cosas. El virtuosismo hedonístico. La torre de marfil. El mundo novelesco de aquel primer Valle-Inclán es, para la España de entonces, altamente erótico. No es pues, nada sorprendente que Baroja, por ejemplo, no comprendiera que se le pudiese hermanar con semejante contemporáneo. Los escritores del 98, los que comienzan su obra creadora en los años del Desastre, inician su vida literaria a partir de la inconformidad. Una y otra vez, Unamuno denuncia la oleada de sensualismo enfermizo que debilitaba la juventud española de aquellos tiempos. Rechazaba el modernismo por razones literarias y por razones morales. Esa poesía nueva era "musiquilla ", bálsamo de los sentidos, y lo que se necesitaba en conciencia dolorosamente viva de la enorme tragedia que sufría la nación. Baroja, por su parte, preconiza la narración directa y enérgica, de la despreocupación por el estilo y los virtuosismos estetizantes. El 98, en su conjunto, está caracterizado por el énfasis en la idea, en la pasión, en la sustancia. De ahí que a Valle-Inclán le tuvieran muchos como a un literato perfecto incapaz de pintar un cuadro relista y comprometido de la España de entonces. Había permanecido fiel a los anacrónicamente tradicionalista. El propio Ortega y Gasset, años más tarde, reprochaba al escritor gallego su aislamiento esteticista, su reiteración sensual en la belleza femenina. Pero he aquí que un buen día ?eso se cree- Valle-Inclán sorprende a sus lectores con un libro nuevo, muy diferente, de hecho radicalmente opuesto a los anteriores: Tirano Banderas, novela de Tierra Caliente.

Un libro original en muchos sentidos: en su ambiente, en su tema, pero, sobre todas las cosas, en su lenguaje, en su estilo. Y también, desde luego, en sus ideas. Y a partir de ese libro, los siguientes que escribirá Valle-Inclán, que no serán muchos, están llenos de acibarada sátira, de tremendas críticas sociales y políticas. Al parecer, Valle-Inclán se convierte, de la noche a la mañana, en un escritor " comprometido ".
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